EL PASO DEL TIEMPO
Los finales y principios de año
propician momentos de reflexión personal en cuanto al paso del tiempo, al necesitar
encontrar un nuevo calendario para cambiarlo el de la cocina, una nueva agenda
anual o solicitar la tarjeta de aparcamiento. O cuando recordamos a quienes
estaban en las celebraciones familiares y ya no están; o, incluso, lo que se
hacía antes y ya no se hace en casa, en la ciudad o en el mundo entero.

Casi todo en el tiempo es relativo,
especialmente lo que tiene que ver con los años vividos o por vivir. Porque el
mundo lO vemos desde los ojos de nuestra experiencia y nuestra longitud vital.
Cuando has vivido solo un año, otro año es el doble, otra vida; si has vivido
cincuenta, un año más es una menudencia, el doble serían cincuenta más. De aquí
que parezca que cada vez la edad caduque más aprisa. Hace ya unos años que
cuando alguien habla de edad, lamentando la que tiene, repito que vale más
cumplir años que no cumplir; hacerse mayor y finalmente viejo que no llegar.
Como tantas personas que no han llegado y que no llegarán a cada edad.
¡Lo único que pasa cuando pasan los
años es que te das cuenta que has perdido mucho tiempo! Si tuviéramos el tiempo
perdido guardado en un cajón podríamos vivir algunos años más, y después,
algunos meses y, después algunos días... como una serie matemática infinita. Pero
no, el tiempo no se pierde ni se encuentra. Solo desaparece, se volatiliza, se
disuelve en sí mismo como un ácido entre los ácidos, que quema la vida. O que
hace la vida porque, sin el tiempo, seriamos eternos recién nacidos que
acabaríamos secando los pechos de las madres.
Corremos intentando cogerle la cola al
después, al día siguiente, al futuro. Pero nunca llegamos porque cuanto más
corremos más rápido pasa. Y con el tiempo, las personas que nos acompañaron en
la carrera cotidiana y ahora solo están en las neuronas de la memoria y pueden
reconocerse en alguna foto. Que a veces nos ayuda a sonreír.
“Lo que no vivas ahora, no lo
vivirás nunca más”, me dijo, mientras quedábamos por vernos más adelante otro
rato. Pero el tiempo hizo un paréntesis cruel y poco después se cerró para él
en sí mismo. Lo habíamos dejado para demasiado tarde y el tiempo común ya no
existía. Solo, por lo que yo sé, en mi memoria y en mi pensamiento.
Uno de los mejores aprendizajes de los niños
y niñas es el de medir y utilizar el tiempo, sin dejar que se deslice por los
dedos como la arena seca del desierto; saborear cada segundo desde la
conciencia de que pasa y se aprovecha, con la seguridad de que no se perderá.
Poner límites a las actividades, tanto
las lúdicas como las obligatorias es una de las tareas más desagradables para
los padres y las madres, pero más importantes para los pequeños, especialmente
si ya han aprendido a salirse con la suya e ir alargando los períodos delante
de las pantallas. No vale la trampa de que debo acabar el juego o la partida o
se me muere el héroe. Si hemos dicho 20 minutos no pueden ser dos horas. Ni una
vez, ni nunca. Porque, siempre sin enfadarse, hay que recordar que hay botones
por apagar los aparatos y enchufes eléctricos como último recurso. Por ello,
hacer horarios que cumplir y evaluar su cumplimiento.
En resumen, démosles la oportunidad de que
puedan llegar asumir la necesidad de percibir el tiempo como un aliado y no
como un enemigo, con quien hay que hacer pactos y colaborar para crecer como
personas toda una vida. Y, mejor, si lo hacemos desde el ejemplo.
Eduard Hervàs@psicofamilia
(en català en La Veu del PV)
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